XVI
Aunque se corre el riesgo,
después de haber vivido en la escritura,
de perecer en ella, soy un hombre que escribe,
alguien a quien conforta
el trato día a día con las palabras.
Embebido a menudo en el murmullo
de mis divagaciones interiores,
sentado ante mi mesa como si custodiase
un objeto valioso,
algo recuperado por azar,
sigo la combustión de las palabras con la voz vacilante
de mis incertidumbres,
la columna de humo que se eleva
buscando una salida
por los respiraderos de mi cuarto.
Y, sin embargo,
dentro de la escritura está la herida
de la página en blanco, la llaga mendicante
de lo que pertenece
todavía a lo real. Por eso, algunas noches,
bajo el inmenso andamio de las deflagraciones,
la vida del poema,
como las caracolas en la mano,
se refugia en sí misma.
Primero es una puerta, luego otra,
un tumulto de puertas sucesivas
ninguna de las cuales puede abrirse,
excepto la del centro.
Como si contemplara
el paso de las cosas con la luz desvaída
de un pensamiento a medias,
corrijo las palabras sin estar aún en ellas,
sin haber encontrado, pese a todo,
la manera de entrar.
Las tablas destruidas, las tachaduras del poema.
La hoja abandonada en una esquina
con la palabra nada
como una flor de río en el ojal de la noche.
En esas ocasiones,
sin querer renunciar a todo aquello
que me pedí a mí mismo en unas líneas
que no supe escribir,
voy cerrando los libros, bajando las persianas,
apagando las luces. Es posible
que sea la obstinación lo que permite
que, a veces, un poema
se parezca a la vida.
Basilio Sánchez. LAS ESTACIONES LENTAS. Editorial VISOR
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