viernes, enero 11, 2008
EL GUARDIAN DEL MUERTO de AMBROSE BIERCE. SEGUNDA PARTE
II
En un consultorio de Kearny Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres bebían ponche y fumaban. Era tarde, casi medianoche, y no había escaseado el ponche. Estaban en casa del doctor Helberson, el más circunspecto de los tres. Tenía unos treinta años. Los otros eran menores. Todos ellos médicos.
-El temor supersticioso que inspiran los muertos a los vivos es hereditario e incurable -dijo el doctor Helberson-. No tiene por qué avergonzarnos. Es una herencia, sencillamente, como la incapacidad para las matemáticas, o la tendencia a mentir.
Los otros rieron.
-¿Es que la mentira no debe avergonzar a un hombre? -preguntó el más joven de los tres. Este último, en realidad, era un practicante. Todavía no se había recibido.
-Mi querido Harper, no he dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a mentir.
-¿Pero cree usted -dijo el tercero- que este supersticioso temor a los muertos, no fundado en razón alguna, sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún temor.
-Usted no lo siente en teoría -contestó Helberson-. Espere que se cumplan determinadas condiciones, lo que Shakespeare llama "la confabulación de las circunstancias", y lo verá manifestarse de una manera no muy agradable que le abrirá los ojos. Los médicos y los soldados, desde luego, son menos vulnerables que otros a este temor.
-¡Médicos y soldados! ¿Por qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas las clases criminales.
-No, mi querido Mancher. Los jurados no permiten a los verdugos familiarizarse demasiado con la muerte. De otro modo, llegaría a no conmoverlos.
El joven Harper, que había ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.
-¿Qué condiciones se requieren para que cualquier hombre nacido de mujer llegue a tener conciencia, hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos compartimos según usted? -preguntó con sobrada elocuencia.
-Bueno, yo diría que si un hombre estuviera encerrado toda la noche con un cadáver, solo, en la oscuridad de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre la cabeza y refugiarse en ellas, podría jactarse con justicia de no haber nacido de mujer; ni siquiera, como Macduff, de ser el resultado de una cesárea.
-Pensé que sus condiciones no acabarían nunca -replicó Harper-. Pero sé de un hombre que no vacilaría en aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.
-¿Quién es?
-Se llama Jarette. No es de California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no tengo dinero para hacer apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera -repitió.
-¿Cómo lo sabe usted?
-Prefiere jugar a comer. En cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera algo así como una enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía religiosa.
Decididamente, Helberson empezaba a interesarse.
-¿Cómo es el tal Jarette? -preguntó.
-¿Cómo es? Se parece a Mancher. Podrían ser mellizos.
Helberson contestó resueltamente:
-Acepto la apuesta.
-Debo agradecerle muchísimo el cumplido, estoy seguro -dijo Mancher arrastrando las palabras. Se estaba durmiendo. Agregó-: ¿Puedo entrar en la apuesta?
-No contra mí -dijo Helberson-. No quiero su dinero.
-Muy bien. Entonces seré el cadáver.
Los otros se echaron a reír.
Ya hemos visto el resultado de esta descabellada conversación.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Uyyyyyyyym, llevo retraso de dos días y mira...joooo voy a tener que reservar la lectura del cuento para el finde.
Besos
Publicar un comentario